No escojas sólo una parte,
tómame como me doy,
entera y tal como soy,
no vayas a equivocarte.

Joan Manuel Serrat

Durante algún tiempo cuando era más joven pensaba que quererme era gustarme mucho y no criticarme jamás.

La autoestima era una palabra muy nombrada que aparecía como un tratamiento necesario. En la base de muchas dificultades vitales estaba “la baja autoestima” y era necesario aumentarla. ¿Pero cómo se hacía aquello? ¿en qué consistía esto de la propia estima? Leía, investigaba, escuchaba, pero en la práctica no dejaba de quedarme claro y no porque faltaran definiciones sino porque ninguna me encajaba.

A modo coloquial, y no tanto, pareciera que la autoestima era una cosa de autoafirmación y automotivación parecida a jalearse en plan campaña publicitaria de “porque yo lo valgo”. Me sonaba así como el tener una actitud mantenida de identificación con nuestras virtudes y talentos. La dificultad así dibujada estaba en no reconocer nuestros dones, y el camino de sanación consistía en aprender a hacerlo.

Esta visión tenía su contrapartida: ¿Qué pasaba cuando en la vida, con su dinamismo, nos encontrábamos ante un error, un defecto o una metedura de pata? Que se caía como un castillo de naipes la autoestima que habíamos construido. Si juegas a que tu cariño por ti está basado en lo que buena que eres o en lo bien que lo haces, el recorrido es corto. Cómo se dice las soluciones neuróticas, como falsas que son, no satisfacen ninguna necesidad genuina. Buena parte de ese enfoque estaba basado en lo dual, en bueno o malo.

Observándome a mí y trabajando como lo hago con personas tenía mucho que aprender.   Mi experiencia me devolvía que no sólo hay a veces problemas para reconocer lo que podemos aportar, sino que la gran dificultad para muchas personas está en sostener su lado menos luminoso. Así cuando cometen un error, se encuentran con sus límites, vulnerabilidad o algo no se les da bien, lo viven como un drama que les hunde. Se reabre la herida de la inadecuación.

Este enfoque implica entregarse al vaivén de” lo valgo o no lo valgo”: cuando creo acertar monto una fiesta y saco el letrero de “soy una maravilla”, cuando no es así me digo “soy lo peor” me lo creo y caigo empicado.  Mi valor pende continuamente de un hilo.

Debajo de todo esto se esconden espejismos que aceptamos como reales:

  • La idealización: Pensar que nosotros y la realidad tiene una sola cara, la que consideramos “guay”. Es muy común escuchar en terapia gente que dice cuando tiene que hablar de un mal momento “esa no soy yo, yo soy la alegre, la capaz…”
  • La exigencia de perfección. La idea loca de que las personas podemos y tenemos que ser perfectas.
  • Comprometerse con la autoimagen más que con la realidad: Vivir intentando llegar a una autoimagen idealizada y perfecta, que a modo zanahoria siempre se nos escapa y nos lleva a la frustración constante.

Construir la autoestima desde “el deber ser” es una trampa. Mejor ir a la raíz:  tenemos defectos, hay cosas que no conseguimos, hay veces en que metemos la pata, y eso no es horrible tan sólo es humano. Aprender a aceptarlo y dejar de luchar forma parte de madurar.

No es que queramos equivocarnos adrede, pero la realidad es que lo hacemos en muchas ocasiones, y que el error es una manera en la que aprendemos. Aceptar nuestra naturaleza y abrazar lo que somos, puede darnos la paz de “dejarnos en paz”.

Esto no implica hacer una apología del status quo y del inmovilismo “soy así, así me quedo y así que me aguanten”. Por el contrario, la vida está para evolucionar:  las crisis, errores, defectos son parte del camino y pueden convertirse en instrumentos que me ayuden a aprender y crecer, si los acepto y trabajo en ello.

Mi maestro el psiquiatra y psicoterapeuta  Javier Díaz, fue el que me descubrió un nuevo lugar: El trato amoroso por nosotros y este camino ha sido con el que me quedo.

Ese trato no va de quedarse con una parte del pastel, no va con quererse cuando creemos que lo hacemos bien y quitarse el cariño cuando lo hacemos mal. Va de aceptarse y de tratarse con amor en las buenas y en las malas, en la salud y en la enfermedad como cuando la gente se casa. Acogernos con el paquete entero.

Este amor no va de sentimientos, sino de cuidados. No va de emoción sino de hacer. Este amor implica una manera de tratarse:  Darnos apoyo en la vida, aprender a respetar lo que somos, alentarnos ante nuestras metas y deseos, reconocer nuestras necesidades y ayudarnos a satisfacerlas, hablarnos con aprecio y no con desprecio.

Un atenderse amorosamente que implica que cuando aparezca el error o tengamos que reconocer nuestros defectos, aprendamos a atendernos no desde la ira y el castigo, sino desde el reconocimiento y la compasión: a veces simple y llanamente no sabemos hacerlo mejor. Aceptando podemos tener una actitud constructiva para aprender de ellos.

Este amor no es excluyente, abarca a las otras personas. Cuanto más tolerantes aprendamos a ser con nosotros más lo seremos con el resto. Cuando nos tratemos con menos sadismo y exigencia, menos sacaremos el látigo suave o duro con quienes tenemos al lado.

En este amor el valor no está en los logros, sino en el reconocimiento de que por ser humanos somos valiosos y nos merecemos tratarnos bien.  A veces cuando nos quedamos en la cáscara del elogio a la virtud o del castigo por el defecto, lo que triunfa es el juicio, no el amor.

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