Cómo decía Buda, hace millones de siglos, el origen del sufrimiento está en la mente. El mismo tiene efectos no sólo a nivel de nuestra salud mental sino de nuestra salud física.
Nada en nosotros está disociado, todo es interdependiente: Lo que pienso, siento y hago, no se queda en una esfera exterior a mí, sino que me afecta a nivel interno de manera profunda. Un ejemplo claro de ello son el estrés y la ansiedad, que tienen una base cognitiva y emocional con un claro reflejo en nuestro cuerpo.
En el post “Estrés, presión y rendimiento” veíamos como el estrés es una respuesta de nuestro organismo para movilizar nuestra energía ante un reto: nos ayuda a correr si se nos va el tren, entregar un trabajo en una fecha límite, etc. También nos permite huir o enfrentar una situación de peligro. Este estrés, llamado eustrés, nos pone las pilas y activa.
En estas situaciones se despliegan toda una serie de mecanismos fisiológicos automáticos e instintivos, diseñados para activarse en momentos puntuales no para estar en constante funcionamiento.
Sin embargo hoy en día esta respuesta se está volviendo cotidiana, y ese despliegue fisiológico excepcional se moviliza casi a diario. Este estrés perjudicial, llamado también distrés, según l@s expert@s es la enfermedad del siglo XXI, padeciéndola más del 70 % de la población.
La respuesta de nuestro organismo al estrés desencadena un proceso fisiológico que involucra a todo nuestro organismo, pero sobre todo al sistema nervioso vegetativo y el eje hipotalámico-hipofisario-adrenal. A modo hipersintético, a partir de ahí se segregan hormonas como el cortisol y la adrenalina, las llamadas hormonas del estrés.
Éstas nos son de utilidad en momentos puntuales donde tenemos que enfrentar un reto que implica una respuesta extra. Por ejemplo, imaginemos que estamos en una situación donde alguien está en peligro y salimos a socorrerlo: en esa situación nuestra musculatura se activa, nuestra frecuencia cardiaca se acelera, nuestras pupilas se dilatan, y todo ello prepara a nuestro cuerpo para dar una respuesta excepcional. Cuando el reto o peligro pasa, nuestro sistema vuelve al reposo y se restaura el equilibrio.
Cuando este estrés no es puntual sino cotidiano, todo este esfuerzo brutal se hace constantemente y el desgaste es intenso. Además se produce una hipertoxicidad que puede ser neurotóxica, y que debilita nuestro sistema inmune. Los efectos más visibles son el agotamiento físico y mental, la irritabilidad y todo el círculo vicioso de estrés-ansiedad.
La sociedad en que vivimos no lo pone fácil, la prisa y la productividad excesiva parecen estar bien valorados. Pero el estrés no se desencadena dependiendo sólo de lo que vivimos, sino de cómo lo vivimos e interpretamos. Maneras de enfrentar como urgente, terrible o amenazante mucho de lo cotidiano, movilizan el mismo sistema de alerta y respuesta fisiológica. Tenemos cierto poder a la hora de meter el acelerador o no.
La meditación puede ayudarnos, si la practicamos con constancia, porque meditando:
– Aprendemos a observar y ser conscientes de nuestros patrones mentales.
– Aprendemos a no actuar reactivamente, sino generar una perspectiva que nos ayude a elegir como actuar, y por tanto a decidir si apretamos el botón del estrés.
– Además, la práctica constante hace que se equilibre todo nuestro organismo: nuestro sistema nervioso se relaja, restaura y salimos de este círculo vicioso.
El imán de la sociedad y sus prisas, nos tira cada día y es fácil dejarse arrastrar. Con la meditación cultivamos otro imán que le contrarresta, el de la serenidad.